miércoles, 3 de diciembre de 2014

El bien más escaso.

Y ahí estaba otra vez ella, avanzando hacia mí con paso lento y desgastado. No sabría interpretar exactamente esa mirada de ojos hundidos y pupilas cansadas de existir, ansiosas por salir de la terrible monotonía en la que habían sido atrapadas. Cada día venía a visitarme y a llevarse un cachito de mí, decía que me necesitaba más que a nadie, que no importaba a cuántos kilómetros de distancia me hallase, pues ella siempre acudiría a mi encuentro. A cambio de tan hermosas palabras yo me entregaba a ella sin dilación alguna, dejaba que me tomase entre sus manos y rozase mi piel etérea con sus suaves labios. Luego, tras una pequeña pausa dejándome acariciar su pequeño cuerpo semidesnudo y agrietado por el sol, tomaba su gran balde y me depositaba cuidadosamente en él. Finalmente se despedía de mí con una forzada sonrisa y se marchaba con gran pesar.

Sus escuálidos brazos a penas podían conmigo y sus piernas, faltas de sustento, se arrastraban por la arena amarillenta del camino que conducía a su poblado, casi diez kilómetros más allá, intentando mantener el equilibrio para no dejarme caer.

Mientras, el resto de mí, atrapado en aquel pozo sin fondo en medio de la nada, la observaba alejarse a duras penas por la senda que la llevaría hasta su hogar y por la que, escasas horas más tarde, habría de regresar a pronunciar para mí aquellas palabras tan hermosas... y junto a ella, los miles de niños y niñas que no eligieron nacer en esta inhóspita y desgarbada tierra y aún así, son capaces de cargar mi peso sobre sus pequeños hombros por el simple premio de sobrevivir un instante más en este mundo arbitrario y avasallador.

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