El bien más escaso.
Y ahí estaba otra vez ella, avanzando hacia mí con paso
lento y desgastado. No sabría interpretar exactamente esa mirada de ojos
hundidos y pupilas cansadas de existir, ansiosas por salir de la terrible
monotonía en la que habían sido atrapadas. Cada día venía a visitarme y a
llevarse un cachito de mí, decía que me necesitaba más que a nadie, que no
importaba a cuántos kilómetros de distancia me hallase, pues ella siempre
acudiría a mi encuentro. A cambio de tan hermosas palabras yo me entregaba a
ella sin dilación alguna, dejaba que me tomase entre sus manos y rozase mi piel
etérea con sus suaves labios. Luego, tras una pequeña pausa dejándome acariciar
su pequeño cuerpo semidesnudo y agrietado por el sol, tomaba su gran balde y me
depositaba cuidadosamente en él. Finalmente se despedía de mí con una forzada
sonrisa y se marchaba con gran pesar.
Sus escuálidos brazos
a penas podían conmigo y sus piernas, faltas de sustento, se arrastraban por la
arena amarillenta del camino que conducía a su poblado, casi diez kilómetros
más allá, intentando mantener el equilibrio para no dejarme caer.
Mientras, el resto de mí, atrapado en aquel pozo sin fondo
en medio de la nada, la observaba alejarse a duras penas por la senda que la
llevaría hasta su hogar y por la que, escasas horas más tarde, habría de
regresar a pronunciar para mí aquellas palabras tan hermosas... y junto a ella,
los miles de niños y niñas que no eligieron nacer en esta inhóspita y
desgarbada tierra y aún así, son capaces de cargar mi peso sobre sus pequeños
hombros por el simple premio de sobrevivir un instante más en este mundo
arbitrario y avasallador.
No hay comentarios:
Publicar un comentario